[Publicado en ‘Libros de Babel’]
Hay quienes piensan que la ignorancia puede ser una bendición. Que es mejor no saber según qué cosas porque el peso de determinadas verdades podría aplastarnos. Eso defendía, por ejemplo, el protagonista de San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno, que predicaba a sus feligreses sobre una vida eterna en la que no creía para que no cundiese en ellos la desesperanza. Como el propio escritor, este cura de pueblo decide creer en Dios, aunque haga tiempo que ha perdido la fe, porque la alternativa (que tras la muerte sólo haya vacío y olvido) sería demasiado insoportable. Otros, en cambio, piensan que lo verdaderamente insoportable sería que esto que llamamos vida no fuese, en realidad, más que una prueba, un periodo de prácticas en el que hacer méritos para la otra vida, la de verdad.

Nunca me abandones (2005), de Kazuo Ishiguro, no tiene que ver con la religión, pero tiene en común con la obra de Unamuno ese trasfondo sobre si es o no mejor saber el destino que nos aguarda, por muy horrible que sea. Si supone alguna diferencia que el camino hacia esa meta inevitable sea tortuoso o engañosamente edulcorado. Si merece la pena tener esperanza, aunque no haya ninguna razón para tenerla.